Sesgo de la falacia del coste hundido en el emprendimiento
Seguramente uno de los sesgos que más compañías ha llevado al fracaso, se trata del fenómeno que nos lleva a justificar el seguir invirtiendo y dedicando tiempo y recursos a algo sólo por el hecho de que ya hemos invertido mucho en ello, sin contar si realmente tiene sentido o no.
El coste hundido es un término que viene del mundo de la economía, y supone el no saber comprender que esos costes de tiempo y dinero realmente ahora mismo valen cero, y que, no deberían ser parte de tus criterios a la hora de tomar ninguna decisión.
Este sesgo o error de comprensión es el que nos lleva a no pivotar a tiempo o buscar excusas sólo por lo que ya hemos invertido en la decisión, en lugar de asumir que lo ya invertido vale cero, si no nos mueve en la dirección correcta.
Las falacias son sesgos cognitivos, a través, de los que se desfigura veladamente la realidad, dando una apariencia de verosimilitud a lo que en su esencia es incierto o directamente falso. Casi todas las personas han incurrido en ellas alguna vez, y/o han sido «víctimas» de las de alguien, al menos en un momento de su vida.
La mayoría de las falacias conducen a engaño a terceras personas, pero también, las hay que únicamente distorsionan la verdad del que las pronuncia, hasta el punto de que cercenan su capacidad para tomar decisiones acertadas en una situación problemática.
En esta TIP abundaremos en la falacia del costo hundido o de concorde (en homenaje a un avión creado por el gobierno francés y que supuso enormes pérdidas para este país), la cual ha sido objeto de mucha investigación por cómo puede llegar a condicionar el destino de quienes caen entre sus redes.
Principios básicos de la falacia del costo hundido:
La falacia del costo hundido es, quizá, uno de los sesgos cognitivos más comunes en la vida de todo ser humano. También se sabe que, en múltiples ocasiones, tiene consecuencias muy graves para quien incurre en él (así como para su entorno próximo). La convergencia entre su frecuencia y su potencial perjuicio hacen de él un objeto de gran interés para la psicología, la lógica y hasta la economía. Y, es que, aunque nos empeñemos en creer lo contrario, a veces nuestras decisiones distan de ser racionales y cabales.
Se entiende como costo hundido toda aquella inversión que, por circunstancias objetivas, se antoja como absolutamente irrecuperable.
Tal inversión puede ser comprendida en términos temporales, como un desembolso importante o como la satisfacción de lo que otrora fuera percibido como una necesidad básica para la felicidad y/o la autorrealización. Así pues, se incluye dentro de este concepto todo esfuerzo relevante del pasado para el que se ha diluido cualquier expectativa de rédito, amortiguación o compensación.
Se sabe, además, que el aprecio que se tiene por aquello en lo que se invirtió (puede ser un proyecto laboral, una relación de pareja, etc.) es directamente proporcional a la cantidad de esfuerzo personal que precisó, en términos de apego emocional o expectativas de resultado. Y, a su vez, se conoce bien que cuanto mayor apego se tiene por cualquier cosa, más difícil resulta desprendernos de ella o abandonar los esfuerzos por mantenerla a flote. Todo lo que aquí se reseña es el cimiento sobre el que se erige la falacia del costo hundido (o sunk cost fallacy).
El problema principal de esta falacia reside en los procesos de toma de decisiones en que se encuentra implicada esa persona o proyecto al que se adscriben nuestros esfuerzos pasados, a veces, titánicos y constantes. Pese a que no exista la opción de recuperar la inversión que supusieron, continuamos teniendo presente lo pasado en el momento de asumir alternativas de cambio para la actualidad; ya que, solemos negamos a perder todo lo que en su día costó, o a liquidar las expectativas que antaño nos motivaron a emprender lo que hoy dejaríamos atrás.
Con la incorporación de la pérdida, ubicada en el pasado y del todo irrecuperable, el proceso de toma de decisiones se ve condicionado por elementos ajenos a la racionalidad (entendida como el análisis sopesado de los beneficios e inconvenientes potenciales tanto a corto como a largo plazo). De esta forma, no se elegirían opciones orientadas a obtener cosas positivas (un trabajo mejor, una relación que nos aporte más felicidad o simplemente el cese de alguna hemorragia económica), sino que el propósito final será evitar algo para lo que ciertamente ya es demasiado tarde.
Las consecuencias de esta falacia pueden ser realmente dramáticas, y a menudo se hallan a la base de fracasos personales y descalabros económicos. De hecho, es un concepto que la economía ha rescatado para entender lo que dormita tras las pérdidas del patrimonio de sus clientes. A continuación, veremos cómo puede llevar a las personas a actuar, y por qué suele conducir a situaciones que no hacen más que ahondar en el problema.
La falacia del costo hundido es un sesgo cognitivo dota de valor a una inversión personal relevante del pasado, e irrecuperable a todas luces, para mantener a flote un proyecto cuyas expectativas son muy desalentadoras. De este modo, se mantendría el esfuerzo por la expectativa de recuperar lo entregado (dinero, tiempo, etc.) sin reparar en que realmente se trata de algo que nunca va a volver. En definitiva, una negativa a ceder ante una realidad amenazante por el temor que nos inspira asumir la pérdida, y que puede acabar empeorando la situación gravemente.
La mayor parte de las personas hemos vivido en nuestra propia piel la dificultad para darnos por vencidos, para desistir en algo a pesar de que seamos conscientes de que es una causa perdida. Se trata, en realidad, de una manera nociva de insistir; que alberga la esperanza de que un golpe de suerte (o acertar con la tecla) cambie diametralmente la situación y seamos capaces de enderezar el rumbo en un océano cuyo oleaje amenaza con hundirnos bajo sus insondables profundidades.
La falacia del costo hundido es un sesgo que nos impide desprendernos del pasado por el apego emocional que forjamos con él, a pesar de que este no tenga ninguna resonancia para el presente. A menudo implica mantener todos los esfuerzos hacia algo que ya no nos reporta felicidad. Esto sucede así porque pasamos a ser víctimas de una disonancia irresoluble: «he invertido mucho, todo cuanto tenía, en esto… no puedo abandonarlo ahora, pues aún no me ha reportado nada bueno».
Algunos problemas de salud mental se forman alrededor de esta falacia, sobre todo el juego patológico. En estos casos, las conductas que se llevan a cabo (apuestas, partidas en alguna máquina tragaperras, etc.) generan pérdidas y conflictos interpersonales de inconmensurable magnitud, pero la persona afectada mantiene el hábito porque ya ha «perdido demasiado» y no se puede permitir «abandonar su esfuerzo», sin antes haber recuperado al menos un poco de su inversión. Obviamente, la consecuencia es que el problema se hace cada vez de peor pronóstico, desplegándose lo que se conoce como «caza» (pedir dinero a conocidos con el objetivo de recuperarse de las pérdidas).
Además, se ha descrito que esta falacia llega a afectarnos también cuando quien realiza los esfuerzos es un individuo al que admiramos o al que queremos. Así, si una persona a la que tenemos en alta estima nos solicita algo y no nos apetece, la mayoría de nosotros tenderá a ceder y acabará haciéndolo (en compensación a la inversión ajena, que no la propia). Se trata de una experiencia familiar para un porcentaje muy relevante de la población general, y que supone la extensión de esta falacia del costo hundido a las dimensiones sociales.
Con el propósito de clarificar cómo se expresa esta falacia o sesgo, veremos algunos ejemplos concretos sobre distintas formas que puede adoptar según lo que se ha referido previamente.
Un proyecto arruinado
Felipe era joven, y como tal, ardía en deseos de labrar con sus propias manos un futuro en el que vivir plenamente. Durante muchos años compaginó un trabajo (de fin de semana) con su formación, ahorrando todo lo que resultaba posible para construir su propio negocio algún día. Cuando apenas acababa de posar sus manos sobre aquel diploma que tanto le costó conseguir, ya estaba fantaseando con la vida que siempre había deseado para sí, erigiendo castillos en el aire sobre cómo serían sus días a partir de entonces.
Lamentablemente, Felipe todavía desconocía que pese a tanta ilusión, su proyecto iba a ser un fracaso que le llevaría a perder todo lo que había ahorrado durante su juventud. Ya había transcurrido más de un año, y las pérdidas de su restaurante iban aumentando de una forma salvaje, sin indicio alguno de que la situación pudiera llegar a cambiar. Pese a ello, y dado que había invertido demasiado en la apertura, decidió pedir dinero a algunas personas de su confianza con la esperanza de remontar en el futuro.
¿Hacia dónde vamos?
Vanessa y Miguel llevan juntos diez años, y en ese tiempo habían atravesado por todo tipo de situaciones. Tumbada sobre una fría cama, apreciando la oscuridad que se escurría en el techo de la habitación, ella meditaba sobre su vida junto a él.
Los primeros años fueron quizá los más difíciles, pues su familia no aceptaba al hombre que había elegido como su pareja, y luchó contra viento y marea por mantenerse a su lado en el peor de todos los escenarios posibles.
Pese a ello, recuerda aquel período como una aventura en la que aprendió mucho sobre qué era la vida verdaderamente.
El sonido de los grillos llegaba a sus oídos, en aquella noche que parecía eterna. Y es que ya no le quería, en realidad hacía al menos cinco años que no sentía lo mismo. Esperaba que la luz de la mañana trajera consigo la fuerza que necesitaba para articular las palabras que los llevarían al final del camino compartido.
Ya no le hacía feliz, pero se negaba a creer que una historia como la suya muriera de una manera tan mundana y tan triste. Habían pasado tanto tiempo el uno junto al otro… estaba hecha un amasijo de dudas. Una noche más, como tantas otras antes.
Un pastel con mala pinta
Era un domingo por la tarde. Al igual que otras veces en el pasado, la abuela Carlota trajo de postre lo que antaño fuera un fantástico pastel de zanahoria. No en vano, era una mujer que se había hecho muy conocida por una receta cuyo nacimiento se remontaba a tiempos que ya solo ella podía recordar.
Y, es que, los años empezaban a acumularse en su pelo nevado, y se adentraba por desgracia en el invierno de su vida. Pero en ese momento, bajo la luz de una tarde moribunda de otoño, el ritual familiar iba a dar comienzo. Era lo único importante.
La sonrisa en su rostro era tal y como siempre había sido, al igual que el ademán teatral con el que mostraba su excelsa creación. En aquel día, no obstante, lo que todos esperaban con desmedida expectación se convirtió en el más inesperado de los horrores: aquello no era el pastel de la abuela, sino una masa informe de aspecto peligroso para la salud, que emitía un extraño olor que de inmediato hizo escapar al perro entre lastimeros sollozos de pánico.
Se hizo el silencio. Todos se miraron primero, y a la abuela justo después, con su sonrisa en el rostro. La sonrisa de siempre. «¡Qué buena pinta!» mintió alguien en algún lugar. Con las manos temblorosas y el corazón en un puño, temiendo que aquello fuera «venenoso», todos engulleron la generosa ración acostumbrada.
Y, es que la mujer, que siempre lo dio todo y había madrugado para preparar con cariño la comida, lo merecía y mucho.
Después de la pregunta y antes de piensa en ti
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